En
este artículo el músico y escritor reflexiona sobre el papel y la imagen de los
artistas en un momento de crisis política en Brasil.
Foto: Ana Miranda / Zero Hora
Por Zero
Hora(*)
La
historia es más o menos así: Mark Twain, el escritor norteamericano estaba
sentado en el balcón de su casa cuando pasó un vecino y le preguntó: “¿Descansando,
vecino? , a lo que él respondió: “No, trabajando”. Otro día el mismo vecino lo
vio cortando el césped del jardín y le preguntó: “¿Trabajando, vecino?” y Twain
le respondió: “No, descansando”.
Recordé
esa historia para ejemplificar la idea de que el trabajo y el descanso del
artista no se parecen a los de las demás profesiones. Para el sentido común
“artista” ni siquiera parece ser una profesión. ¿Para qué sirve un artista
realmente? El sistema no tiene, a priori, un lugar para él. El pintor francés
Paul Gauguin cambió una profesión “de respeto” y rentable para tornarse un
pintor destinado a vivir y morir en la pobreza y sin reconocimiento alguno.
¿Qué juicio esperar de los contemporáneos de Gauguin sino que él había
enloquecido, que era un misántropo, un inadaptado?
La
sociedad siempre está lista para recibir a los ingenieros, a los médicos o a
los abogados, nunca a los artistas. Si un médico cuelga su diploma en una
pared, entra y sale rutinariamente por la puerta de un consultorio en que esté
fijada una placa con su nombre y especialidad, nadie dirá que él no es un
médico, sea buen o mal profesional. Para un artista, un diploma y una puerta
con su nombre nunca serán suficientes. Su reconocimiento dependerá siempre de
criterios subjetivos. ¿Lo que él hace es artístico? ¿Qué es el arte realmente?
El propio artista puede pasarse la vida formulándose estas preguntas. El dilema
comienza tempranamente. Nadie puede
decir a un niño o a un adolescente si será un artista. El artista sólo escucha
su propia voz. Nos tornamos aquello que somos, ha dicho otro escritor. Pero qué
difícil es escuchar la propia voz, decirse a uno mismo: soy un artista, seré un
artista.
En
casa, estimulamos mucho a nuestros hijos a seguir el camino del arte, en el
caso de que sintieran tal vocación. Para nuestra alegría y la de ellos, Ian e Isabel
son hoy en día artistas de quienes sentimos mucho orgullo. Pero sé que en la
mayoría de las familias los padres sienten temor ante la posibilidad o la
decisión de que sus hijos adolescentes quieran seguir este camino. Quizás el
miedo de los padres se origine en la percepción de que los jóvenes no tienen
experiencia de vida suficiente como para medir los riesgos de una elección
profesional equivocada o de difícil trayectoria, sin mencionar que, para
muchos, optar por el arte significa sencillamente desestimar una profesión “de
verdad”.
La
difícil trayectoria para un artista puede ser consecuencia del valor intrínseco
de lo que él produce, pero puede también, y quizás principalmente, resultar de
la dificultad de inserción en un sistema en que el arte es menos necesario que
superfluo. De ahí la importancia, para toda sociedad, de la existencia de
instituciones culturales sólidas, aquellas que ambicionan dar al arte su debido
y digno lugar en el sistema. Aun actuando en un contexto adverso, el artista
puede ser tenido en alta estima. Pero es más común que enfrente preconceptos de
todo tipo. Es moneda corriente ser tachado de vagabundo, bohemio, perezoso o
rebelde, por ejemplo.
Particularmente
considero altamente importantes la vagancia, la bohemia, la pereza y la
rebeldía para el trabajo artístico. Pero sé que uno solo de esos adjetivos
podría destruir la reputación de profesionales “respetables” en las
profesiones, digamos, convencionales. El artista paga un alto precio por llevar
una vida no convencional. Además, como para la gente en general el arte está
asociado a los momentos de entretenimiento, placer o incluso descanso—en los
momentos en que se sale de la “rutina”—se impone la idea de que el artista vive
sólo en estos, por estos y de estos momentos de ocio, que su vida es una fiesta
permanente. Poco se sabe de la labor artística, de cuán difícil y compleja
puede llegar a ser, de cuánta transpiración existe para cada inspiración.
¿Quién no conoce la fábula de la cigarra y la hormiga?
Por
más que pensemos en culturas diferentes, en países en que el arte está más o
menos valorado, en los Estados Unidos de Twain, en la Francia de Gauguin, en el
Brasil de Noel Rosa—aquel bohemio incorregible que, habiendo vivido apenas 26
años, creó una obra genial con suficiente potencia para moldear nuestra
identidad nacional—no creo que el papel del artista en la sociedad cambie mucho
de un país a otro. En el caso del Brasil actual, la demonización de los
artistas me parece puntual respecto a la política. Las personas se están
demonizando unas a otras de una forma que se acerca a la barbarie, con la falta
de un proyecto democrático para el país. ¿Por qué los artistas serían librados
de esta locura si, en su mayoría, se sitúan en el espectro político más cercano
a la izquierda, justamente lo que ahora está siendo juzgado?
Pero
estoy seguro de que los que hoy insultan a Chico Buarque o a un oscuro grupo
teatral de vanguardia saben, en el fondo, que el trabajo de esos artistas es de
grandísima importancia; saben que, produciendo cada uno a su modo y con
libertad, ellos son fundamentales para nuestra constitución como nación. Uso la
expresión “en el fondo” a propósito. Quizás el foco debiese estar en el fondo,
tal vez necesitemos ir hasta el fondo de todo esto. ¿Qué tal ir y salir de allí
compartiendo la más legítima alegría ciudadana?
(*)Traducción al español del artículo
publicado por el periódico Zero Hora
de Porto Alegre, a quien agradecemos la autorización para reproducirlo en esta
página.
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